Por León Krauze

Los Ángeles, California.— El viernes pasado, por iniciativa directa de Stephen Miller —asesor principal de Donald Trump en materia migratoria—, el gobierno federal, a través de la agencia de seguridad migratoria conocida como ICE, puso en marcha una serie de redadas en las que detuvo a cientos de inmigrantes en el sur de California.

Cargadas de simbolismo, las redadas no ocurrieron en el vacío. ICE puso en la mira sitios de trabajo y de congregación de enorme importancia para la comunidad hispana de Los Ángeles. Detuvo a personas en el Distrito de la Moda, en el centro de la ciudad, donde se reúnen miles de personas todos los días. Atacó varios Home Depot, donde se congregan jornaleros cada mañana para encontrar trabajo honesto. Y el martes, en un giro predecible pero cruel, emprendieron la marcha hacia Oxnard, la zona agrícola al norte de Los Ángeles, donde los inmigrantes cuidan y cosechan los campos freseros.

Pero no sólo eso: la agencia migratoria también amenazó con ingresar a escuelas preparatorias que, en estos días, celebran la graduación de sus estudiantes. La amenaza pareció tan seria que el Distrito Escolar de Los Ángeles tuvo que asignar policías para resguardar los planteles. Policías escolares para proteger a jóvenes estudiantes —y a sus padres— de las fuerzas federales de deportación, asistidas, como en muchos casos, por la Guardia Nacional. Difícil imaginar un escenario más peligroso… y más triste.

Las medidas migratorias punitivas abrieron la puerta a protestas. En su mayoría, las manifestaciones de indignación han sido pacíficas, pero no todas. Algunos inadaptados prendieron fuego a automóviles; otros más vandalizaron y saquearon. La cifra de detenidos el lunes por la noche apenas alcanzaba los 14, pero las imágenes —y ya se sabe que en nuestra era lo visual lo es todo— habían dado la vuelta al mundo. Trump, Miller y otros aprovecharon para mentir una vez más: “Los Ángeles está en llamas”, sugirieron. No es verdad. En absoluto. Es una ciudad gigantesca; las protestas se circunscribieron a 10 cuadras del centro de Los Ángeles. No más. La gran mayoría de los manifestantes protestó en paz.

Al final, sin embargo, los días de ira se acabarán en el sur de California. Las protestas y las consignas bajarán de tono y la Guardia Nacional terminará por retirarse. Pero la herida va a permanecer entre quienes realmente importan: la comunidad hispana —mayoritariamente mexicana— que hace de esta ciudad lo que es.

Esa gente vive hoy con miedo. En un recorrido por un mercado en el este de Los Ángeles —a varios kilómetros de la zona de protestas— encontré preocupación y lágrimas. Una joven mujer, vendedora en un local de condimentos e ingredientes mexicanos, me confesó que cada día despierta con miedo. Sus hijos le habían pedido que no fuera a trabajar, que evitara el riesgo. Pero no les hizo caso.

—Rezo para que no me agarre migración. Pero necesito trabajar. Para la renta y para comer. Yo no puedo dejar de trabajar —me dijo.

Le pregunté por su futuro. Lo único que quería era asegurar que sus hijos fueran a la universidad:

—Quiero que estudien, que no estén como yo, trabajando. Que tengan lo que yo no pude tener.

Los empleados de las tiendas lamentaban los pasillos vacíos. Un carnicero que ha tenido su local por más de dos décadas me dijo que si las cosas no comenzaban a mejorar, tendría que cerrar. Le pregunté cómo explicaba el silencio en el mercado.

—Es por las redadas —me dijo. Hay rumores. La gente dice que están aquí los de migración. La gente se espanta, la gente tiene miedo de que se lleven a sus familiares.

El mayor temor de sus clientes, me aseguró, es que la deportación se lleve a quien provee el sustento del hogar.

—Vivimos al día —me dijo.

Al final del recorrido, una mujer dueña de un puesto de ropa me detuvo. Quería decirle algo a Donald Trump. El presidente de Estados Unidos, me dijo, debía fijarse bien a quién estaba persiguiendo.

—Hay mucha gente trabajadora, y es a la que está atacando —me dijo.

A esa gente trabajadora había que protegerla. Mientras tanto, los pasillos del mercado seguían vacíos. En el restaurante, sólo un par de personas comían huevos revueltos.

—Generalmente estamos llenos —me dijo la mesera—. A esta hora deberíamos estar llenos…

Así deja el presidente Donald Trump a Los Ángeles: atemorizado, paralizado… escondido.

¿Misión cumplida?

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