Por Guadalupe Galván
Las escenas de caos en Los Ángeles, el fin de semana, con la gente enfrentándose a los agentes federales, rechazando las redadas para atrapar indocumentados, son una prueba de que frente a una amenaza tras otra, de que, cuando se tiene constantemente un cuchillo en el cuello, el miedo puede convertirse en otra cosa… en ira.
Los migrantes se convirtieron en la piñata de Donald Trump. No de ahorita, sino desde su primera campaña, en 2016. Pero esta vez, quizá ha ido demasiado lejos.
A la detención de migrantes en sus centros de trabajo ahora se suman arrestos afuera de las cortes migratorias —les exigen cumplir la ley y les dan todas las razones del mundo para no hacerlo— e incluso en ceremonias de graduación. Los videos de madres implorando que las dejen recoger a sus hijos en la escuela antes de llevárselas; de hijos buscando a sus padres que se llevó “la migra”; las deportaciones exprés sin conceder a los migrantes derecho alguno, han terminado por hacer mella.
Los migrantes tienen miedo de ir a trabajar, a la tienda, a rezar… casi a respirar, porque pueden ser detectados y expulsados sin miramientos.
Sólo el ruido nacional e internacional que desató la noticia de que Trump deportaría a una niña mexicana enferma, que depende de una atención médica que en México no tendría, y que sin ella simplemente morirá, impidió que fuera expulsada del país, junto con su familia.
Con 11 millones de migrantes, la constante presión de Trump era una bomba de tiempo, que terminó por estallar el fin de semana.
Sin un lugar seguro: ni ciudades santuario, ni iglesias, ni hospitales, ni escuelas, cientos de personas optaron por el último recurso: enfrentarse a las autoridades para gritarles “¡No a las deportaciones!”, no entregarse sin luchar.
Es un Estados Unidos totalmente distinto de aquel por el que millones han arriesgado sus vidas, aquel donde podrían cumplir el sueño americano y vivir, finalmente, sin miedo a la persecución, a la violencia, a la falta de una vida de calidad para ellos y sus familias en sus lugares de origen. Sí, indudablemente entre quienes han llegado a suelo estadounidense también hay criminales, mareros y gente del Tren de Aragua. Pero la inmensa mayoría sólo busca una vida mejor, que ahora, ya no tiene.
No son sólo los migrantes. En el Estados Unidos de hoy, no existen aliados. Existen líderes a quienes Trump no duda en humillar en público; existen acuerdos que el presidente irrespeta cada que amanece con el ánimo para hacerlo; existen jueces a los que el mandatario intenta saltarse para salirse con la suya; existen conflictos de interés que no duda en ignorar si es en beneficio suyo, de sus negocios, de sus bitcoins.
A pesar de los llamados del sector de la construcción, del restaurantero, de no condenarlos a muerte al arrebatarles una mano de obra que es vital, Trump persigue a los migrantes como ojalá persiguiera a los corruptos, a los terroristas. Sin importar que negocios medianos y pequeños advierten que no sobrevivirán con los aranceles de Trump, que los análisis revelan el daño que está causando a la economía, los mantiene, o los usa como un arma en aras de supuestos acuerdos que, hasta ahora, no dejan nada en claro.
Sin importar las advertencias sobre el déficit que causará su “hermoso” plan fiscal, insiste y lo defiende, sabiendo que sus grandes amigos, los multimillonarios, se verán beneficiados.
En el Estados Unidos de hoy, no existe nadie. Sólo Trump, primero y el último.