Por Max Aub
Miami, Florida.- Entre enero y julio de 2025, las redadas migratorias en Estados Unidos han provocado la detención y deportación de más de 150 mil personas, muchas de ellas sin antecedentes penales y con roles activos como proveedores económicos en sus hogares. Estados como Texas, Florida y California han sido epicentros de esta ofensiva, con miles de detenciones que han dejado a familias enteras sin sustento.
Se estima que al menos 100 mil de los detenidos eran el principal sostén económico de sus hogares, lo que implica que entre 300 mil y 500 mil personas, incluyendo niños, cónyuges y adultos mayores, han quedado directamente afectadas por la pérdida de ingresos. En ciudades como Los Ángeles, Nueva York y Miami, las redadas masivas han generado miedo generalizado, abandono de mascotas y una paralización parcial de sectores laborales clave como la agricultura, la construcción y el turismo.
Cuando la cabeza de familia es detenida en una redada migratoria o por cualquier operativo de ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas), el impacto sobre quienes quedan atrás no es solo económico; es una fractura profunda del tejido emocional, doméstico y social.
En muchos casos, “las parejas e hijos no tienen más que su desesperación como punto de partida para afrontar una realidad donde, de un día para otro, desaparece el ingreso principal del hogar” señala la socióloga Cecilia Castañeda. Las escenas son cruelmente comunes: alguien que salió a trabajar, alguien que fue a la escuela por sus hijos, alguien que acudió a una cita de inmigración, alguien que simplemente va caminando o manejando en la calle.
En Fontana, California, una familia permaneció cinco días encerrada tras escuchar que hubo una redada cerca.
“Quienes se encierran lo hacen por protección, pero pagan un precio altísimo. Las madres que, la mayoría de las veces se quedan con los hijos, no solo enfrentan la pérdida del sustento, sino la angustia de mantener un hogar sin poder moverse” explica Castañeda; “algunas mamás tienen empleo, pero terminan por abandonarlo tras la detención de su pareja. El miedo transforma cada salida en una amenaza. Ir al supermercado, al médico a trabajar es exponerse, es un riesgo”.
En el Valle Central de California, Lorena Lara, directora de Valley Watch Network, confirmó a este diario que “las familias que han sufrido o no la detención de uno de los proveedores de ese núcleo, tienen demasiado miedo de salir a la calle; sea para recoger a sus hijos de la escuela o buscar sustento”. Ya han visto lo que pasa cuando uno sale y no vuelve. “No quieren repetir la historia en sus propias casas. Y entonces se quedan. Se apagan. Se ocultan”.
Cuando el sostén del hogar es detenido, la tormenta se desata; “la pareja que queda atrás debe enfrentar el caos: renta por pagar, hijos que alimentar, deudas que no esperan” subraya Castañeda. No hay subsidios del Estado para quien no tiene papeles. No hay ayudas formales. Solo queda la comunidad, la solidaridad, las organizaciones civiles. Muchas veces, ni siquiera eso, porque el miedo paraliza incluso las redes de ayuda. “En hogares donde ambos trabajaban, la detención de uno obliga al otro a abandonar también su empleo, por miedo a ser el siguiente, pero especialmente por la seguridad de sus hijos”.
“Si a él lo agarraron y tenía todo en orden, ¿qué me espera a mí?”, se preguntaba una madre escondida con sus hijos, en un testimonio recogido por voluntarios de CHIRLA. La pregunta resume la lógica del encierro: la certeza de que nadie está a salvo. Y, aun así, la vida continúa. Hay que alimentar a los hijos, lavar la ropa, calmar el llanto nocturno. Lo hacen con lo que queda, con lo que otros les traen, con lo que se puede improvisar. La dignidad se convierte en un acto cotidiano de resistencia.
En muchos casos, la ayuda llega a través de canales indirectos. Un vecino ciudadano que compra víveres y los deja en la puerta. Una voluntaria que recoge donaciones para madres que no pueden salir. Una campaña de GoFundMe organizada por alguien más, en nombre de “una familia que no puede dar la cara”. En esas plataformas, el mensaje suele ser escueto: “Estamos ayudando a una madre con tres hijos. Su esposo fue detenido. Ella no puede salir de casa. Necesita comida, pañales y ayuda legal”. Y así, en voz baja, va llegando y repartiéndose la ayuda.
“Nos acercamos a ustedes con nuestros corazones rotos. Nuestro amado padre, un hombre dedicado y cariñoso nos fue arrebatado”, dice una familia en una de las campañas de GoFundMe tras la deportación de su pariente a Honduras.
“El impacto en mi familia ha sido devastador. Mi madre, que sufre de presión alta, ahora tiene que mantener a mis hermanos, sin el ingreso de nuestro padre… Mi familia ya estaba pasando dificultades económicas pero, con mi padre fuera, la carga es insostenible”, lamenta Allan Chavez, hijo del hondureño.
Las organizaciones saben que la gente no se atreve a hablar públicamente. Por eso han creado canales seguros. RAICES, por ejemplo, recibe mensajes privados en redes sociales y un WhatsApp de mujeres que no pueden salir ni llamar. “No puedo salir desde hace una semana. ¿Tienen alguien que traiga pañales o leche?” es uno de los mensajes citados por la organización. United We Dream también recibe decenas de mensajes similares a diario. “Son personas reales, en casas reales, atrapadas por un miedo gubernamental” señalan a este diario.
Angélica Salas, directora de CHIRLA, señala que “lo que el Estado está haciendo es cruel, pero lo que la comunidad está haciendo es hermoso. Hay familias que siguen unidas solo porque alguien decidió tocar la puerta y decir: No están solos”.
En muchos casos, las iglesias se convierten en refugios fundamentales. Algunas ofrecen comida, medicinas, asesoría legal. Otras incluso albergan familias por semanas. La Arquidiócesis de Los Ángeles implementó un programa de ayuda familiar que distribuye alimentos y medicinas a domicilio para quienes temen salir. El arzobispo José H. Gómez lo explicó. “Ahora tienen miedo de ir a trabajar o ser vistos en público por temor a ser arrestados y deportados… Este nuevo fondo arquidiocesano está diseñado para ayudar a nuestros hermanos y hermanas en este momento tan difícil y lo seguiremos haciendo el tiempo que sea necesario. Dios provee”.
En Oxnard, California, la red 805 Immigrant Rapid Response Network y MICOP recaudaron más de 17 mil dólares para una familia cuyo padre fue detenido por ICE en plena jornada. La madre, oculta con los hijos, no pudo solicitar ayuda ella misma. Fue la comunidad la que se movilizó. La abogada Elizabeth Ramírez coordinó la defensa sin que la familia tuviera que presentarse públicamente. “Son estos gestos los que marcan la diferencia entre la desesperación total y la resistencia mínima” dice Castañeda.
Pero la ayuda no siempre alcanza. Hay muchas más familias que no tienen a quién acudir. Algunas recurren a las escuelas. Allí, las maestras se convierten en intermediarias; reciben notas escondidas en mochilas. A veces, los maestros coordinan despensas o conectan con iglesias. Pero ellos también temen. El sistema no siempre protege a quienes ayudan; y aun así lo hacen, porque entienden que están frente a un drama humano, no un asunto migratorio.
Los niños saben que algo está mal, aunque no lo entienden del todo; ven el miedo en los ojos de sus padres, sienten el encierro como una prisión que no tiene barrotes, pero sí consecuencias. Mientras algunos menores dejan de ir a la escuela, otros se vuelven hiper vigilantes, anotando números de teléfono y direcciones por si sus padres desaparecen. “Viven con el terror de quedarse solos y algunos, tristemente, ya lo han vivido. No es una vida ni saludable ni normal y todo esto provocado por un sistema que se convirtió de la nada en hiper agresivo” comenta Castañeda.
Las organizaciones proinmigrantes, además de asistencia legal, han diseñado manuales, líneas de emergencia, entrenamientos para voluntarios y hasta simulacros de redadas. Pero nada sustituye el trauma del encierro. Julie Contreras, de United Giving Hope, puso el dedo en la llaga: “El gobierno dice que aplica la ley, pero lo que hace es desmantelar hogares. ¿Quién se hace cargo del niño que esta noche no tiene qué comer?”.
En iglesias de Los Ángeles, activistas como Chavo Romero, de Unión del Barrio, organizan patrullajes comunitarios para alertar sobre la presencia de ICE. Comparten una aplicación que se ha popularizado porque advierte en tiempo real dónde hay redadas de ICE. “Creyeron que podían asustarnos, pero esto es Los Ángeles”, dijo Romero a la prensa. Y esa actitud es la que sostiene a muchas familias. No es la esperanza lo que las mantiene en pie, es la red que las cobija. Una red tejida con voluntad que piden humanidad.
Las familias que se esconden piden ayuda. Claro que lo hacen; pero lo hacen como pueden. A través de mensajes encriptados, notas escondidas, pedidos anónimos. No gritan, susurran. Y hoy, más que nunca, confían en quienes los rodean. “El objetivo es no ser detenido; porque cada día que pasa sin ser detenidos, es un día más con sus hijos” afirma Castañeda.
Algunos, como los miembros de Migrant Justice en Vermont o Arise Adelante en Texas, han diseñado modelos de ayuda donde las propias mujeres migrantes ayudan a otras. Cocinan juntas, se turnan para cuidar niños, se pasan información. Así se crea una economía de la resistencia, donde lo más valioso no es el dinero, sino el tiempo y la compañía; porque en el encierro, la soledad puede ser tan mortal como el hambre.