Países de Asia, África y América Latina se han visto sacudidos este 2025 por una ola de protestas de la llamada Generación Z. Las protestas han mostrado tener el poder de iniciar cambios, incluso derrocar gobiernos, pero no de controlar esos cambios, o asegurar que éstos sean para mejorar sus vidas.

Con distintos disparadores que encendieron la chispa, todas esas protestas tienen elementos comunes: una generación de nativos digitales frustrados por la corrupción y desigualdad que rechaza la política tradicional y organiza movimientos sin líderes. Su descontento se amplifica a través de plataformas digitales como TikTok y Discord, y halló como símbolo la bandera pirata del anime One Piece (una calavera con un sombrero de paja), convertida en un emblema global de resistencia que se ha visto desde Katmandú hasta Lima.

Pero la furia tomó caminos muy distintos a los que sus organizadores desearon. Nepal se convirtió en la “referencia simbólica” de estas revueltas. La protesta comenzó el 8 de septiembre de 2025, encendida por el intento del gobierno de censurar las redes sociales para ocultar el lujo de la élite política, en un contexto de desempleo y corrupción. En apenas 48 horas, la movilización se convirtió en un levantamiento popular y violento, donde el Parlamento, la Corte Suprema y numerosas oficinas gubernamentales fueron incendiados o saqueados. El primer ministro no resistió la presión y renunció.

Los jóvenes activistas eligieron por la plataforma Discord a una nueva primera ministra interina, decisión incentivada y aceptada por el Ejército, pero al paso de los días, lo que parecía una utopía digital se desdibujó. Los manifestantes empezaron a reclamar que habían dejado de ser consultados por la nueva gobernante.

En Madagascar, manifestaciones que comenzaron por los cortes de agua y electricidad crónicos forzaron al presidente a disolver su gobierno y huir del país, para luego ser destituido por el Parlamento.

Un coronel del Ejército, Michael Randrianirina, se unió primero a los manifestantes y luego, en el caos, lideró un golpe de Estado y asumió como presidente. “No permitiremos que secuestren nuestra protesta”, dijeron los jóvenes manifestantes, pero los analistas temen que los militares simplemente usaron el levantamiento para tomar el poder.

Perú, que ha tenido siete presidentes en la última década, es otro ejemplo de la distancia que hay entre movilizaciones y cambios políticos. Las protestas convocadas por la Generación Z se intensificaron en septiembre y octubre de 2025, atizadas por el aumento de la inseguridad.

La presión en las calles forzó al Congreso a destituir, el 10 de octubre, a Dina Boluarte. El Congreso, que ejerce el poder real, designó inmediatamente a uno de sus líderes, José Jerí, como presidente interino. La jugada aseguró que la coalición autoritaria que sostenía a Boluarte mantuviera el control. Un cambio para que nada cambie.

A pesar de que Jerí ha adoptado un estilo de “mano dura” contra el crimen, imitando a líderes como Nayib Bukele, los jóvenes de la Generación Z lo califican de “populista” y las protestas continúan. Una frustración común a otros países de la región, destinada a persistir mientras no se atiendan problemas estructurales de fondo como la desigualdad, la ausencia de oportunidades, la inseguridad y la falta de representación política.

Steven Feldstein, experto del Carnegie Endowment for International Peace en el papel de la tecnología en los movimientos sociales, dijo a The New York Times que estas revueltas se inscriben en un patrón global más amplio. Si bien las redes sociales son muy eficaces en la “primera fase” de los movimientos —movilizar a la gente a las protestas—, han tenido menos éxito a la hora de crear “una estructura política estable a largo plazo”.

La confirmación más contundente de esta hipótesis es la “primavera árabe”. Quince años después de que un vendedor ambulante se inmolara en Túnez y prendiera una chispa inimaginada, los sueños de democratización de los millones de jóvenes que se jugaron la vida saliendo a las calles a desafiar regímenes despiadados siguen esperando.

El experimento democrático del islamista Morsi duró un suspiro y el antiguo régimen volvió en Egipto; las dramáticas caídas de Gaddafi​ y Saleh convirtieron, al día de hoy, a Libia y Yemen en Estados fallidos, y después está Siria.

Lo que empezó como una revuelta prodemocrática contra Al-Assad desembocó en una de las más sangrientas guerras civiles del siglo XXI, con un éxodo migratorio que redefinió el mapa político europeo. El sacrificio de toda una generación por más libertades terminó con un ex líder de Al-Qaeda en el poder, que el lunes pasado completó su rehabilitación internacional en el Salón Oval de la Casa Blanca, codeándose con Donald Trump, el líder del mundo libre.

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