Por Max Aub

Miami, Florida.— Desde que Donald Trump regresó a la Casa Blanca, Estados Unidos, el poder de excepción se ha convertido en la regla. Las herramientas extraordinarias (declaraciones de emergencia nacional, órdenes ejecutivas, invocaciones a la Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional, etcétera) son su principal método de gobierno.

Desde enero, Trump ha declarado al menos ocho emergencias nacionales activas, incluyendo la militarización de la frontera sur, la designación de cárteles mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras, la activación de aranceles comerciales a nivel global y la intervención del gobierno federal en sectores como el cine, los medios públicos y las operaciones de comercio digital. Cada una de estas declaraciones otorga al presidente acceso a más de un centenar de poderes especiales, desde la reasignación de fondos sin aprobación del Congreso estadounidense hasta el control de exportaciones, congelación de activos y movilización de fuerzas armadas dentro del país.

El abogado constitucionalista Stephen Vladeck señaló que, por ejemplo, la implementación de la orden ejecutiva sobre quitar la nacionalidad a bebés nacidos en territorio estadounidense, “podría tener consecuencias terribles para el sistema legal estadounidense; a todas luces socava precedentes establecidos y podría abrir la puerta a futuras acciones ejecutivas que desafíen derechos constitucionales fundamentales”.

El Congreso de Estados Unidos, que permanece como el gran ausente en todo este proceso, no por falta de mecanismos legales, sino por una incapacidad política estructural para revocar las decisiones de Trump, no parece ver una salida, dado que Trump tiene a su favor a más de dos tercios de los congresistas republicanos, además del poder presidencial para vetar. “Podemos votar resoluciones de desaprobación, pero el presidente las veta, y no tenemos los dos tercios para revertir ese veto. Esa es la realidad. Estamos atrapados en una legalidad que él manipula como le conviene”, admitió el senador demócrata Chris Murphy.

El uso de las órdenes ejecutivas ha sido desbordante. Sólo en los primeros cien días de este segundo mandato, Trump firmó más de 140, incluyendo la reapertura de la prisión de Alcatraz para criminales “no rehabilitables”, el retiro formal del Acuerdo de París y de la Organización Mundial de la Salud, la eliminación del financiamiento federal a NPR (National Public Radio) y PBS (Public Broadcasting Service) dos de los principales medios de comunicación públicos en Estados Unidos, por supuesta parcialidad; también ordenó la imposición de aranceles del 100% a películas extranjeras.

Algunas voces del mismo Partido Republicano han manifestado preocupación. Mitt Romney declaró al Washington Post: “No fuimos elegidos para delegar permanentemente nuestros deberes al Ejecutivo. Estamos perdiendo el rol que nos asigna la Constitución”. Pero el presidente de la Cámara de Representantes, Mike Johnson, ha impedido incluso que algunas resoluciones lleguen al pleno para ser votadas, afirmando que “el presidente está actuando dentro de su autoridad legal y constitucional. El pueblo votó por firmeza, y eso es lo que están recibiendo”.

Académicos como Cass Sunstein han alertado que el verdadero riesgo es la transformación del proceso democrático. “Cuando un presidente puede legislar, administrar y sancionar al mismo tiempo, ya no estamos en una democracia deliberativa, sino en … un modelo autoritario con ropaje constitucional”, escribió en The New York Times. Elizabeth Goitein, del Brennan Center, señala que “la Ley de Emergencias Nacionales fue redactada para ser un freno. Trump la ha convertido en una autopista sin límites. Y nadie está frenando el vehículo”.

Goitein advirtió que “estamos viendo cómo se despliega un uso constante y estructural del estado de excepción. Trump no necesita un golpe de Estado; tiene una legalidad que le permite consolidar poder sin romper formalmente las reglas”. Incluso analistas conservadores, como David French, han reconocido que “el Congreso se ha convertido en un testigo pasivo de su propia irrelevancia. Hemos sustituido el modelo de frenos y contrapesos por uno de obediencia partidaria”.

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