Por Max Aub

Miami, Florida.— La agonía de los deportados de suelo estadounidense muchas veces incluye un calvario, y aunque no son la mayoría, basta que uno sólo lo sufra para que ya sea demasiado. Algunos fueron enviados a un país que jamás habían pisado, donde nadie los esperaba, donde ni siquiera los reconocen como extranjeros. Aterrizaron sin pasaporte, sin idioma, sin recursos, sin historia en ese territorio. Nadie supo qué hacer con ellos, salvo encerrarlos. Otros llegaron a lugares que, aunque se identifican con el idioma, tampoco son lugares que identifiquen como propios.

Son los expulsados de un sistema que ya no se limita a devolver a cada uno a su lugar de origen, sino que elige al azar el sitio donde habrá de deshacerse de ellos.

“Lo que estamos viendo es que Estados Unidos muchas veces no deporta, destierra a la persona. No importa el país al que pertenecen, importa el país que acepte recibirlos”, dice Cecilia Castañeda, socióloga.

“Decenas de migrantes han sido entregados como mercancía humana a gobiernos lejanos, sin juicio, sin defensa, sin retorno. Es la historia de quienes fueron arrancados de un país que los rechazó y lanzados a otro que ni siquiera sabía que llegarían. Una historia donde el exilio ya no tiene bandera y la deportación es una sentencia a desaparecer en una tierra ajena”, describe.

Desde enero, miles de personas han sido enviadas por el gobierno estadounidense a naciones con las que no comparten ciudadanía, residencia, y algunas veces, ni siquiera el idioma. El fenómeno, defendido por la Casa Blanca como una medida de seguridad nacional, ha abierto una geografía del abandono donde el derecho internacional es irrelevante; “el país receptor es apenas un punto de descarga y el individuo deportado es despojado de todo: identidad, protección, futuro”, subraya Castañeda.

Bajo el amparo de una reinterpretación de la Alien Enemies Act del año de 1798, del siglo 18, utilizada originalmente por John Adams para expulsar a franceses en tiempos de tensión bélica, la administración Trump logró justificar, por ejemplo, la deportación de 238 venezolanos a El Salvador el 15 de marzo. Ni eran ciudadanos salvadoreños ni tenían vínculos familiares o culturales con ese país. Fueron transportados directamente al Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), una megaprisión concebida para pandilleros de altísima peligrosidad, donde permanecieron meses en aislamiento. La secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, afirmó en conferencia de prensa que “son personas con lazos criminales muy serios; deberían quedarse ahí por el resto de sus vidas”.

La declaración contrasta con los reportes de Human Rights Watch, que documentaron que la mayoría de los deportados no tienen antecedentes penales ni habían pasado por un juicio al que tienen derecho en la Unión Americana. Volker Türk, Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, expresó públicamente que “estas personas no están siendo deportadas, están siendo desaparecidas”. Y sus familias no reciben información certera de dónde están hasta que es demasiado tarde; abogados no tienen manera de contactarlos como clientes, “viven una indefensión que ni el propio Trump alcanza a entender”, comenta Castañeda.

A miles de kilómetros, en una pequeña nación africana sin costa ni sistema migratorio funcional, cinco hombres fueron deportados desde Estados Unidos sin que ninguno fuera ciudadano del país. Vietnam, Cuba, Laos, Jamaica y Yemen figuraban como sus países de origen, pero los vuelos no llegaron ahí.

Llegaron a Eswatini, donde fueron recluidos en un régimen de aislamiento en una cárcel de alta seguridad. Thabile Mdluli, funcionaria del Ministerio de Justicia de Eswatini, declaró que “fueron recibidos como medida excepcional. No son criminales locales, pero tampoco son libres”. Las celdas no tienen visitas, no se permite el ingreso de prensa y ningún embajador ha reclamado oficialmente por ellos. La portavoz del Departamento de Seguridad Nacional estadounidense, Tricia McLaughlin, justificó la maniobra diciendo que “son individuos tan bárbaros que sus países de origen se negaron a aceptarlos. No podíamos quedarnos con ellos, Eswatini fue una solución razonable”. Un abogado dijo el viernes que cinco inmigrantes deportados por Estados Unidos a ese país en un acuerdo secreto el mes pasado habían cumplido sus condenas penales antes de ser enviados al país africano.

El abogado Sibusiso Nhlabatsi dijo que a los hombres de Cuba, Jamaica, Laos, Yemen y Vietnam enviados al sur de África bajo el programa de deportación del presidente Trump se les ha negado el acceso a representación legal mientras están detenidos en la principal prisión de máxima seguridad de Eswatini.

Dijo que los representa en nombre de abogados en EU y que los funcionarios de la prisión de Eswatini le impidieron verlos el 25 de julio. Es ilegal negarles a los hombres, que han estado en Eswatini durante aproximadamente dos semanas, el acceso a un abogado, agregó.

Los expertos en derecho internacional critican las deportaciones a otros países. Para Elizabeth Ferris, investigadora en migración forzada de la Georgetown University, “esto es una transferencia extraterritorial de responsabilidad legal. Estados Unidos paga para dejar en otro continente a personas que no quiere procesar ni liberar”.

El caso de Panamá es distinto, pero igual de grave. En febrero, el país centroamericano recibió a 119 personas procedentes de países como Irán, Afganistán, India y Eritrea. No llegaron por voluntad propia, fueron enviados desde la Unión Americana en vuelos contratados por el Departamento de Estado, bajo un acuerdo no revelado públicamente. Aterrizaron sin papeles, sin dinero, sin hablar el idioma y sin idea de en qué parte del mundo estaban. El presidente panameño José Raúl Mulino admitió ante la prensa que su país había aceptado la operación “por razones humanitarias y de cooperación regional”.

Los migrantes fueron trasladados a un campamento improvisado en la provincia del Darién, cerca de la selva. Según testimonios recopilados por Médicos Sin Fronteras y HIAS, varios desarrollaron trastornos siquiátricos por las condiciones de aislamiento, calor extremo y ausencia de servicios médicos. “Nos dijeron que Panamá no acepta asilo. Sólo nos dejan aquí a ver si sobrevivimos”, relató un joven afgano de 24 años a un medio local.

La mayoría no tenía forma de contactar a sus familias. Otros simplemente desaparecieron.

A Sudán del Sur, uno de los países más inestables del continente africano, ocho personas fueron deportadas. Sólo una tenía ciudadanía sursudanesa. Los demás eran de otros países, incluido un mexicano. El Ministerio de Asuntos Exteriores del país más joven del mundo indicó que los deportados llegaron al Aeropuerto Internacional de Yuba el 5 de julio bajo los procedimientos estándar de repatriación facilitados por las autoridades estadounidenses.

La Corte Suprema de Estados Unidos había autorizado semanas antes la reanudación de este tipo de deportaciones mediante un procedimiento de emergencia, conocido como shadow docket. En su fallo, señaló que “el interés de la nación en remover de su territorio a extranjeros peligrosos que prevalece sobre preocupaciones individuales no verificadas”. En el caso de Sudán del Sur, antes estuvieron en una base militar en Yibuti.

En abril, un ciudadano iraquí fue trasladado a Ruanda. Era un caso individual, pero ilustrativo. No hablaba francés ni kinyarwanda, no conocía a nadie en el país y fue recluido en un centro de extranjeros sin causa legal. Human Rights Watch declaró en un comunicado que se trataba de “una detención arbitraria producto de un pacto bilateral opaco, que viola principios elementales de protección internacional”. El gobierno ruandés admitió que recibió fondos del gobierno estadounidense para aceptar el traslado. No reveló el monto, pero en círculos diplomáticos se habló de alrededor de 100 mil dólares.

México ha sido otro destino habitual para deportados no connacionales. Las ONG mexicanas han denunciado que no hay coordinación binacional ni recursos suficientes para atender la crisis humanitaria. “No tienen comida ni servicios básicos, algunos no saben español, no saben siquiera que están en México. Han sido devueltos al mundo como si fueran basura humana”, comentó a este diario una trabajadora social de Asylum Access.

En todos estos casos, la constante es el abandono. Las personas deportadas a países terceros no tienen derecho a residir legalmente en esos territorios. No pueden trabajar, no tienen red de apoyo, no reciben ayuda económica y en muchos casos sus embajadas les proveen de algún recurso menor momentáneo. Las vías legales para regresar a su país de origen dependen casi exclusivamente de organizaciones internacionales como ACNUR o la Organización Internacional para las Migraciones, pero esas rutas son lentas, burocráticas y en ocasiones imposibles si el país de origen no los reconoce como ciudadanos. Aaron Reichlin-Melnick, analista del American Immigration Council, describe: “Lo que estamos viendo es la creación de una clase de personas sin lugar en el mundo. Deportados por un país que no los quiere, expulsados a otro que no los reconoce y perseguidos por uno al que no pueden volver”.

El gobierno de Estados Unidos ha defendido estas acciones como parte de su estrategia de seguridad nacional.

Únicamente hay confinamiento, abandono o calle. En algunos casos, prisión. En otros, hambre. Y en la mayoría, una dolorosa conciencia de que el mundo les ha cerrado todas las puertas. “La deportación ya no es el fin de un proceso migratorio, es el inicio de una nueva forma de invisibilización. Una en la que el migrante no sólo pierde el derecho a permanecer, sino también el derecho a ser”, concluye la socióloga Castañeda.

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here